Decíamos en el tema anterior, que no hay caridad sin el respeto debido al prójimo, que se manifiesta por las consideraciones que le dispensamos; mas, para que reine la cortesía en vuestro hogar, se precisa una segunda virtud: la humildad.  

La pequeña virtud de la humildad

     Mirad a la bienaventurada Virgen María: el principio del relato de San Lucas a ella se refiere. Es ella la que consigue el milagro de las bodas de Caná; después sólo interviene una vez durante la misión del Salvador. El resto del tiempo desaparece, dejando su lugar a las santas mujeres que cuidan del Maestro y de los apóstoles. Se oculta hasta la hora trágica de la cruz, en la que vuelve de nuevo al lado de Jesús que va a morir.

     ¡Qué otro modelo de humildad la de San José! El Evangelio señala su presencia solamente cuando el Niño y su Madre tienen necesidad de sus servicios. Fuera de esto no se menciona más.

     En cuanto a Jesús, el Hijo de Dios que descendió hasta nuestro nivel de criatura, recordad cómo se oculta ante las ovaciones de las multitudes. No quiere que se propaguen las curaciones que realiza. Él se humilla ante su Padre, de quien es solamente el enviado. «Yo he venido, declara, no para ser servido, sino para servir a los demás». Sólo así puede recomendar a su discípulo no solicitar los sitios honoríficos: «Cuando seas invitado, le dice, ponte en el último lugar».  

     “Si tú puedes elegir, escoge el último sitio”. No os quejéis, así estaréis más cerca de Él. Carlos de Foucauld, el ermitaño de Hoggar, debió su conversión a esta sencilla frase del abate Huveliu: Jesús tomó el último lugar hasta tal punto, que nadie pudo arrebatárselo.

     Pero…, siempre hay un pero; nuestro amor propio no se sujeta fácilmente a esta humildad; y muy pronto trata de reivindicar sus derechos cuando nos los exige, lo que sucede a menudo. «¿Humillarse?, ¿desaparecer?».

     ¡No faltaría más! Se asegura el amor propio, se apoya, se instala y luego lo trae todo para sí mismo. ¿Se le demuestra el provecho de los demás? Él sólo conoce que todo el mundo le es deudor y ve en todas las cosas el provecho que de los demás puede sacar. De ahí surgen los conflictos que destruyen las buenas relaciones entre los hombres. ¿Por qué he de ser menos que los demás? ¿No soy acaso tan capaz como ellos?, pensará uno. Yo tengo las mismas necesidades que los demás, dice otro, y, por lo menos, los mismos méritos. “Yo soy el jefe, mi cargo no me permite humillarme”. Y se concluye que la humildad no debe considerarse como virtud, pues, de practicarla, conduciría al aniquilamiento de toda personalidad.

     El Evangelio es una escuela de grandeza y de audacia. Lejos de aniquilarnos nos obliga, por el contrario, a sacar el mayor rendimiento posible de nuestras cualidades, a ser los primeros; mas, después de obrar del mejor modo posible, a no vanagloriarnos. Éste es el primer aspecto de la virtud de la humildad. Además, la palabra lo indica muy claramente. La humildad no consiste en esconderse para no hacer nada, sino en no enorgullecerse o admirarse cuando se ha hecho mucho y muy bien.

     Diré más; si se quiere lograr con éxito una obra, es preciso poner en ella toda la atención, sin buscar los aplausos de los hombres. El buen artista se entrega enteramente a su obra, se desvanece ante ella. Mientras le salga bien se da por satisfecho y repudia, como indignos de él, todo pensamiento de orgullo y todo triunfo vanidoso. ¿Hemos de creer que su modestia lo ha aniquilado La humildad del artista lo hace singularmente noble; pues la nobleza no es orgullo, antes lo excluye. La pequeña virtud de la humildad no solamente no nos empequeñece, sino que presenta otro aspecto en el cual se relaciona con la caridad.

     Al discípulo de Jesucristo, le place, al contrario reconocer lo que los otros hacen bien y especialmente lo que hacen mejor que él. No se le oye jamás vanagloriarse y es el primero en alabar con satisfacción los méritos de otro.

     Del mismo modo que se oculta detrás de su obra bien hecha, se humilla sencillamente ante las cualidades y los méritos de sus semejantes. Estas disposiciones no duda San Pablo en convertirlas en un precepto universal. «Que cada uno de vosotros, escribe, reconozca con toda humildad que los demás le son superiores».  

     Y también es cierto que aquellos respecto a los cuales tenéis motivos de juzgaros superiores, tienen aptitudes y también virtudes, que vosotros, tal vez, no poseéis, a lo menos en tan alto grado. Si observamos con objetividad, no hay nadie que no nos sobrepuje en alguna cosa. Puesto que los demás poseen como vosotros sus méritos y sus derechos, ¿por qué les exigimos que se doblen siempre a nuestros caprichos? Sepamos acomodarnos a los deseos o preferencias de los que nos rodean.

     Ciertamente, un padre o una madre en algunas circunstancias deben imponerse,   en este caso no hace prevalecer su simple opinión o su propio juicio personal, sino que exige el acato de una ley superior a la cual ellos son los primeros en someterse. Fuera de este caso en que la autoridad tiene el deber de ejercer su responsabilidad, la buena armonía del hogar será más segura cuando cada uno intente complacer a los demás.

     Creo que nadie podrá contradecirme. Si se ha concedido a la madre el título de reina del hogar, no es solamente porque se ve obedecida de todos, sino porque continuamente se humilla para ponerse al servicio de los demás. ¿No ha dicho Jesús que el mayor de todos es aquel que sirve a los otros? La madre es el alma de la familia, pues ella tiene cuidado de todo: es la última en entregarse al descanso a fin de dejarlo todo en orden, y la primera en levantarse para que no falte a nadie lo necesario; nunca se queja ni pide ningún cumplido. Jamás se preocupa de su propia conveniencia; conoce el gusto de su marido y de sus hijos y se ingenia para contentarlos a todos.

     Y bien, sería injusto que fuera la madre la única en humillarse. Todos deben imitarla y, con eso, contribuir al bienestar de la familia. Los hogares en que rigen estas dos afrentosas máximas: «cada uno por su lado» y «ante todo yo», son hogares desgraciados. Jesucristo ha sustituido el reino del «egoísmo» por el del «amor», que implica olvido de sí mismo.

     En las familias cristianas, el orden egoísta es al revés: «primero los demás, después yo». Se alcanza la felicidad haciendo felices a los demás. En vez de apropiarse del sitio más confortable o de escoger la mejor parte, cuide cada uno de ofrecerlo a los demás, alegrándose de serles complaciente. Los esposos estarán siempre de acuerdo si, antes de expresar un deseo, se pregunta cada uno interiormente: ¿Qué preferiría ella? ¿Qué desearía él?

     Y vosotros, niños, ¿creéis que vuestros padres no renuncian muy a menudo a sus deseos para poder daros gusto? Es su mayor satisfacción veros contentos. En cambio, no dejéis pasar, vosotros, ninguna ocasión sin adivinar lo que mejor puede complacerlos y los serviréis con el mejor agrado sin dar importancia a vuestros actos. No digáis jamás «nadie se cuida de mí, yo que tanto me sacrifico».

     En una familia donde todos se esmeran en practicar la virtud de la humildad, nadie se sacrifica. No tienes necesidad de pensar en ti, los demás piensan antes que tú. Ninguno queda olvidado cuando cada uno se olvida a sí mismo para atender a los demás.

     ¡Eso sería el paraíso en la tierra! ,me diréis. Y bien; claro que sí, y deseo de todo corazón que lo probéis por propia experiencia.