
Tras varios meses, retomamos las entradas en la web de la parroquia. Continuando la exposición de “las virtudes del hogar”, libro que recoge las predicaciones del P. Chevrot. En las dos entradas previas reflexionábamos de la mano del P. Chevrot sobre la virtud de la humildad y de la cortesía. La virtud que completa esta primera trilogía es la gratitud.
En el seno de las familias es poco común lo que podríamos llamar ingratitud positiva: el niño ingrato que sale de la casa dando un portazo; el padre déspota que trata a la esposa y a sus hijos como esclavos, esto son monstruosidades. Lo que no es raro, en cambio, es el olvido de los servicios y atenciones que nos prestan los demás, o la mala costumbre de no demostrarles nuestra complacencia. A estos defectos lamentables es necesario oponer la virtud del agradecimiento.
Los descuidos sobre este punto son, bastante numerosos. Un episodio del Evangelio nos lo recuerda. Me refiero al pasaje de los diez leprosos (Lc 17, 11-19).

Después de haber sido curados, solo uno se echó a los pies del Señor para darle las gracias. Jesús quiso hacerlo notar: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?» (Lc 17, 17-18). No hay duda de que los demás bendecían al enviado de Dios que se había compadecido de su desgracia; más, con la prisa de hacer comprobar su curación a las autoridades oficiales, para así reemprender su vida con el resto de sus vecinos, descuidaron el sagrado y elemental deber del agradecimiento.
¡Lo más grave es que los nueve olvidadizos eran compatriotas de Jesús! Sucede a menudo que, mientras esperamos el agradecimiento de personas a quienes hemos ayudado, otros por quienes nos sacrificamos mucho menos conservan por largo tiempo su reconocimiento y todo les parece poco para corresponder al pequeño servicio recibido.
¿No nos ocurre que, atentos siempre a agradecer a los extraños un favor ocasional, no damos la importancia que merecen las continuas atenciones y cuidados que recibimos de nuestros más allegados? Algunos de vosotros diréis: “es lo más normal”, “así debe ser”, pero de igual modo debería ser la norma que expresáramos nuestro mayor reconocimiento.
Nuestra memoria es singularmente caprichosa. Si olvidamos fácilmente una amabilidad de que hemos sido objeto, ¡con qué precisión retenemos, en cambio, el recuerdo de una falta de delicadeza o de una palabra ofensiva! Un proverbio lo confirma: “La memoria del mal tiene larga huella, la memoria del bien muy pronto pasa”.
¡Cómo sabemos recordar a los demás nuestros beneficios prestados o el trabajo que nos ha costado realizarlos! El recuerdo de los servicios prestados es más tenaz que el de los beneficios recibidos. La vanidad es muy hábil en falsificar las perspectivas. Lo mejor sería, que nuestra gratitud fuese tan fuerte que permaneciera siempre presente ante nuestros ojos. Es preciso, pues, combatir nuestro amor propio y empezar la lucha ahora mismo.

¿En qué hogar no se ha oído alguna vez el siguiente diálogo?: en la mesa familiar el niño pide un poco de pan a su padre. Este toma el pan y le entrega un pedazo que le hijo muerte en el acto con avidez.
Y bien, pregunta el papá: “¿qué se dice?” Con la boca todavía llena murmura tímidamente el chico: “gracias”. “¿Gracias, qué?, “gracias, papá”. Y cuántas veces se reproduce esta escena…
Una de las primeras palabras que pronuncia el niño es no. No es necesario que nadie se lo enseñe; en cambio, ¡cuántas repeticiones son necesarias para inculcarle el hábito de decir gracias! Instintivamente tienden las manos de los niños para recibir, diciendo, más, más.
Desde este punto de vista muchos adultos permanecen niños toda su vida. Nunca están satisfechos con nada, siguen reclamando y quieren siempre más. Insaciables, se sienten desgraciados, entristecen y cansan a los otros, de quienes exigen más y siempre más. También ellos tendrían que aprender a decir gracias.
Gracias, esta palabrita alegre que termina con una sonoridad cristalina, es la palabra mágica que introduce en el hogar la cortesía, el buen orden y la serenidad. Gracias es la plegaria que de un hogar cristiano sube diariamente hacia Dios para agradecer sus beneficios. No pasa un solo día en el que Dios no os conceda alguna gracia particular; aun en los días de prueba, busquemos bien y observaremos que, al lado de nuestras penas, experimentamos alguna alegría.
Y ¿no es una dicha muy grande la unión que reina en la familia? Dad, pues, gracias a Dios de que os améis así. Mas, sabed dirigiros unos a otros esta breve palabra, gracias, tan fácil de pronunciar y tan grata de oír.
Cada día antes de acostaros, repasad con detenimiento en vuestro interior todo lo bueno que durante el día que termina habéis recibido de los demás. Si solo calcularais los beneficios recibidos por los miembros de vuestras familias, quedaríais realmente maravillados de tal cantidad de beneficios: lo que os han enseñado, los consejos, la mano firme con la que os han ayudado, ahora un estímulo, ahora una advertencia, todo para vuestro bien. Una palabra amable que os ha conmovido; otra, graciosa que ha disipado vuestro mal humor. Los triunfos de los que os sentís orgullosos; los esfuerzos, con los cuales se han estimulado los vuestros… Sin hablar de aquella delicada comida preparada cuidadosamente. Lo bueno es que, en la familia, cada uno reciba de los demás.
Preguntaos, a menudo: ¿Qué es lo que yo les he dado? ¿Qué puedo devolverles a cambio? Decid gracias al menos servicio prestado por quien sea; pero, pronunciad esta palabra sin afectación, como si cambiaseis una simple mirada. Por sí sola, esta palabrita recompensa todos los trabajos; repara la frase un poco dura que se os ha escapado anteriormente; equivale a una sonrisa y, a veces, la provoca; hace feliz al que la pronuncia y a aquel a quien va dirigida.
Sorprende observar que, en el momento en que Nuestro Señor se entrega voluntariamente a la muerte para merecer para la humanidad la vida eterna, tuvo la delicadeza de agradecer a sus apóstoles todas las pruebas de afecto que de ellos había recibido durante el tiempo que vivieron juntos. “Vosotros, les dice, sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas” (Lc 22, 28). Toda la grandeza de Jesús se revela en esta delicadeza. ¿No es propio de un corazón verdaderamente generoso, mostrarse agradecido hacia los demás, aún de lo más insignificante que hayan intentado hacer por él? Los ingratos se reclutan de entre los corazones egoístas, los espíritus mezquinos y mediocres. La pequeña virtud de la gratitud es prueba de un gran corazón.