Hace unas semanas caía en mis manos un libro desconocido para mí que lleva por título: “las pequeñas virtudes del hogar”. Me llamó la atención por el tema tratado: la virtud en el hogar. Recoge una serie de catequesis radiofónicas en Radio Luxemburgo pronunciadas a mediados del siglo XX por Georges Chevrot, predicador en Nôtre-Dame de Paris, conocido por su abundante producción literaria. Con las necesarias adaptaciones y siguiendo libremente el texto nos ayudará en la vivencia de la virtud cristiana.  

     Todos sabemos la necesidad que tenemos de virtudes. Vivirlas nos permite ser la mejor versión de nosotros mismos. Como sabemos, la palabra virtud nos habla de fuerza. Hace falta crecer en la virtud para evitar personalidades frágiles que tanto nos hacen sufrir.

     “La persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas” (CCE 1803). El Catecismo de la Iglesia Católica en los números del 1803 al 1845 ofrece una bella y necesaria reflexión sobre las virtudes humanas y teologales que os invito a que ojeéis.

     Es apremiante la vuelta al camino de la virtud. Estas reflexiones que comenzamos a proponer ojalá nos sirvan para ir de las “pequeñas” virtudes al deseo de vivir las grandes virtudes del cristiano.

La pequeña virtud de la cortesía

     En una de las cartas que San Francisco de Sales escribió a M. Chantal, le decía: «cortesía, pequeña virtud, mas prueba evidente de otra mucho mayor… Y es necesario ejercitarse en las pequeñas virtudes, sin las cuales las grandes son a menudo falsas y engañadoras». Es raro, en efecto, sentirse extasiado ante una persona afable y educada. No obstante, esta afabilidad y buen trato suponen un esmero y maestría en sí poco comunes.

     Existe un cierto número de pequeñas virtudes que, igual que la cortesía, no causan una ruidosa admiración; más cuando no aparecen, las mutuas relaciones entre los hombres son tirantes, difíciles, incluso borrascosas, hasta el punto de terminar, a veces, desastrosamente. Esas «pequeñas virtudes» son precisamente las que hacen soportable y agradable nuestra vida cotidiana. Por este motivo, quisiera dedicar esta serie de reflexiones a las pequeñas virtudes de los hogares cristianos.

     Algunos se imaginan que el único objeto de la vida cristiana es garantizar a los hombres la felicidad en el otro mundo. Ciertamente, así nos lo ha prometido Jesucristo, y para conseguirla el Hijo de Dios quiso formar parte de la familia humana; se encarnó y nos redimió.

     Este precioso don de la felicidad eterna, sin proporción con nuestros recursos y ambiciones, tiene a la vez por condición nuestra fe, nuestra buena voluntad, nuestros sinceros esfuerzos que debemos realizar ya desde ahora. En realidad no tenemos más que una vida que, más allá de la muerte, no tendrá fin.

     Nuestra eternidad feliz comenzó en el día de nuestro bautismo. Es aquí, en la tierra, donde principiamos nuestro cielo rogando a Dios y observando sus mandamientos. Ser cristiano no es solamente un asunto que concierne al más allá, sino que tiene también su misión en este mundo. Ella debe iluminar nuestra vida presente.

     Para la mayor parte de personas, el tiempo reservado a la oración es necesariamente muy corto, debido a sus múltiples ocupaciones, no olvidemos que vivimos todo el día bajo la mirada de Dios y que le debemos continuamente el homenaje de nuestra obediencia, que se traduce por el ofrecimiento explícito de todas nuestras actividades.

     La expresión «vida profana» no tiene sentido para un cristiano, ya que su vida entera está consagrada a Dios, a quien debe glorificar en todos sus actos, aun en los más sencillos: «Ora comáis, ora bebáis, escribe San Pablo, cualquier cosa que hagáis, hacedlo todo para la gloria de Dios».

     Ciertas personas se agobian por no poder asistir con frecuencia a la Iglesia; la complicación actual de sus deberes domésticos es tal, que no encuentran un momento para dirigir a Dios una larga plegaria.

     Él os aguarda en el lugar en que su providencia os ha colocado; es ahí donde con seguridad le encontraréis; en medio de vuestras obligaciones diarias.

     Tened cuidado solamente en ofrecérselas y cumplirlas del mejor modo posible. Vuestras jornadas se deslizan ya sea en el lugar donde trabajáis, ya en el interior de vuestra casa; Es aquí donde tenéis que practicar las virtudes cristianas. “Donde Dios nos ha sembrado, ahí tenemos que florecer”.

      La vida familiar exige gran número de pequeños deberes que a menudo suelen descuidarse; ya porque son muy numerosos, ya porque no nos parecen muy importantes. Sin embargo lo son, y éste es el motivo por el cual han de merecer nuestra atención. Además, como hacía notar San Francisco de Sales, estas pequeñas virtudes requieren una gran virtud, es decir, un gran amor, que se trasluce en los más pequeños detalles.  

     ¡Qué hogar tan encantador aquel en que todos se esmeran en mostrarse educados y unidos! Ser educado, la palabra lo indica, supone saber endulzar las asperezas de nuestro carácter. Un objeto cualquiera que no haya sido pulido se califica de tosco y este calificativo aplicado a las personas no tiene nada de lisonjero.

     Más he aquí que la buena educación es considerada a menudo como artículo difícil de conseguir. «Muy corteses y afables con los de fuera de casa y una vez en ella ya no hay miramientos». Después de todo diréis: ¿No entra uno en su casa para estar, como se dice, a sus anchas? Así es, en verdad, siempre que esta comodidad y libertad no la uséis bruscamente, en perjuicio de los que os rodean. ¿Es acaso indispensable para estar con holgura levantar desmesuradamente la voz y ponerse áspero de genio? Fruncir el entrecejo y poner mala cara no son precisamente señales de un verdadero descanso; mientras que la sonrisa, las atenciones y delicadezas mutuas crean en el hogar una atmósfera de reposo y de paz.

     Vuestro hogar, será un hogar cristiano si todos rivalizáis en delicadeza los unos para con los otros. Respetad las canas de los ancianos; tened consideración con la debilidad de aquellos a quienes debéis aconsejar o responder; mirad compasivamente la fatiga de los que se repliegan demasiado sobre sí mismos. Con vuestro vocabulario y vuestras actitudes suavizad las rudezas que os impiden expresar los profundos sentimientos de afecto que experimentáis los unos por los otros. ¡Feliz domingo en familia!